Festividad de Santa Florentina de Cartagena

Hoy 20 de junio, se celebra la festividad de Santa Florentina. Santa Florentina nació en la ciudad de Cartagena a mediados del siglos VI. Más tarde, siendo muy pequeña tuvo que sufrir el destierro, junto con sus padres, instalándose en la ciudad de Sevilla. Allí su madre, se convirtió del arrianismos a la plena comunión con la Iglesia Católica. A la muerte de sus padres, quedó su formación en manos de su hermano mayor Leandro, que más tarde llegaría a ser obispo de Sevilla. De la mano de San Leandro llegó a conocer el misterio y profundidad del amor de Dios, de tal modo que a la edad de 19 años aproximadamente se recluyó un monasterio en Ecija, de donde su otro hermano Fulgencio llegaría a ser obispo también. Se consagró por entero al Señor, convirtiendo su vida en una autentica alabanza y gloria a Dios. Más tarde sería abadesa de aquel monasterio teniendo a su cargo a más de 1000 virgenes consagradas a las que cuidó con maternal protección, mostrandoles el camino de Santidad. Su hermano San Leandro, en el año 601 escribe una obra para su hermana Florentina "De institutione virginum et de contémptu mundi" (Sobre la instrucción de las vírgenes y el desprecio del mundo). Del cual ahora os dejo un estracto que nos ayuda a comprender el misterio de la Virginidad al servicio del Reino de Dios.

 

"Aparta, te ruego, los ojos de los engañosos delirios de este mundo y dirígelos al cielo, sede de tu esposo. Encamina tu espíritu allí donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, pues cuanto en el mundo hay es concupiscencia de la carne y concupiscencia de los ojos. Busca los tesoros de lo alto.

            Dónde está tu vida deben estar tus anhelos; donde está tu esposo deberá estar también tu tesoro. Que no te arrastren los placeres del siglo ni cubran tu cuerpo brillantes adornos. El cuerpo adornado excita con prontitud el apetito ajeno, y la que se engalana para presentarse seductora atrae hacia sí la mirada de los jóvenes. Tratar de gustar a ojos ajenos es deseo de meretriz, y, si te conduces con la idea de agradar al que con mirada concupiscente te observa, ofendes a tu celestial esposo. Juzga la diferencia que media entre la casada y la virgen; examina las aspiraciones de una y otra; considera, entonces, cuál de las dos sigue el camino recto.

            La virgen se afana por agradar a su Dios; la casada, al mundo en lugar de a Dios; la virgen conserva aquella integridad virginal con que nació; la casada, ¡cómo la pierde al dar a luz! Y ¿qué clase de virginidad puede haber, cuando no se mantiene tan íntegra como la naturaleza la formó? En primer lugar se infiere una injuria a la obra de Dios, dado que la pasión corrompe y mancilla a la que Él había creado íntegra. Dios reconoce su obra en vosotras, que estáis en el mundo, pero sin dejaros corromper por él; en vosotras, a quienes Dios recibe tal cual fuisteis creadas. Todos vuestros actos por conservar la virginidad, que ahora parecen sucumbir en lo que se refiere al cuerpo, os serán recompensados en la resurrección. Mas la virginidad, si una vez se pierde, ni se repara en esta vida ni se recupera en la futura. Cierto es que mandó Dios que hubiera nupcias, pero lo hizo precisamente para que de ellas naciera la virginidad, para que, al multiplicarse el número de vírgenes, se ganase en la prole lo que en su raíz misma había ya perdido las nupcias. La virginidad es fruto de las nupcias. La virgen nace del matrimonio y, si se conserva incólume, es una recompensa de las nupcias. Tienen motivos de gozo los matrimonios si sus frutos se almacenan en los graneros del cielo. Tu acrecentarás también los merecimientos de nuestros padres, y ambos se verán recompensados con tu misma gloria; como tú, hija suya, te has entregado a Cristo, ellos reciben en su fruto lo que en el germen pidieron".

 

Pidamos especialmente, por intercesión de santa Florentina, por las consagradas, para puedan permanecer fieles a la vocación para la que han sido llamadas, siendo mujeres fecundas para la obra de Dios.

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La gracia de Dios se ha derramado

Con una cierta distancia de haber celebrado el Santo Triduo Pascual y, mientras celebramos todavía este tiempo festivo de la Pascua, quiero dejar mi testimonio personal de como la gracia de Dios se ha hecho visible delante de nuestros ojos. Resuena en este momento aquellas palabras de Job: "Se que está vivo mi redentor... yo mismo lo veré, y no otro, mis propios ojos le verán" (Job 19, 25. 27). Esta es la misma experiencia del apóstol san Pedro que la liturgia del domingo III de Pascua nos mostraba en el Evangelio; y es que el amor nos hace descubrir a Dios, a Jesucristo vivo y presente en medio de nuestra vida concreta.

 

La pasada Semana Santa fue un tiempo de gracia y bendición para la ciudad de Cartagena, en la que sirvo a Dios y a la Iglesia como párroco. Cinco parroquias de esta ciudad se vieron implicadas en las misiones que Juventud Misionera, las chicas y un grupo mixto de universitarios, realizó en esta ciudad. En este tiempo que unos 90 jóvenes estuvieron presentes en Cartagena pudieron acercar a Jesucristo a más de 30 familias compartiendo tiempo con ellas, enfermos quedaron consolados con la alegría y jovialidad de aquellos que se acercaban en el nombre del Señor y un largo etc. La noche de Jueves Santo fue verdaderamente el punto álgido de estas misiones, puesto que en medio de la noche cartagenera resplandeció la luz de Jesucristo. Se realizaba la dinámica de nueva envangelización "Una luz en la noche". Unos 110 misioneros jóvenes de Juventud Misionera, de las parroquias locales y del Camino Neocatecumenal de nuestra ciudad se pusieron en marcha para, durante 4 horas, conducir a los hombres a Cristo. La parroquia de El Carmen fue un trasiego constante de gente entrando a presentar peticiones a Cristo, adorarlo y acompañarlo en aquella gran madrugada del Jueves al Viernes Santo. Durante más de 3 horas, 5 sacerdotes estuvieron constantemente disponibles para las confesiones de los que se acercaban: un goteo constante de la gracia.

 

Los que tuvimos la oportunidad de estar confesando en esa madrugada, somos testigos del gran milagro que allí se produjo esa noche: gente sin rumbo que sin saber por qué, se había acercado al Señor. Todavía recuerdo una chica joven que había salido a emborracharse esa noche con un grupo de amigos. Sin que ella lo hubiera sospechado en sus preparativos, Dios se iba a hacer presente en medio de su historia. Yendo de camino de un bar a otro, se encontro con dos chicas jóvenes que le invitaron a pasar: "el Señor te espera". Fueron cruciales estas palabras ¡El Señor la esperaba a ella!. Se dejó conducir hasta el Señor y sintió la necesidad de acercarse a confesar. La vida de aquella joven comenzaba a ser iluminada, había descubierto el sinsentido en el que se veía sumergida rompiendo a llorar. Experimentaba como era amada por Cristo que no la juzgaba, que le devolvía la esperanza, le regalaba la alegría: ¡Tenía una nueva oportunidad!

 

No conozco el final de esta chica, pero realmente para mí fue un momento de gracia que me hace descubrir como el Señor cada día sale a buscarme con un amor infinito, para que yo pueda amar. Que extraordinaria experiencia poder decirle a alguien que Dios te perdona, que Dios hace nuevas todas las cosas, que para Dios nada hay imposible. Realmente Cristo está vivo, guía a su pueblo y derrama constantemente el don de su amor, para descubrir que el sepulcro está vacío, que aquello que nos destruye (el pecado) ya no tiene poder, porque Él ha vencido y si nos dejamos amar y le damos la oportunidad de entrar en nuestra vida, también vencemos con Él.

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Llamados a ser santos

Estamos a las puertas de iniciar el mes de octubre que viene cargado de eventos, es el mes del rosario, el mes de las misiones (DOMUND) y además en este año se dan dos efemérides que el Papa Benedicto XVI nos invita a tener bien presentes: el 50 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II y el vigésimo aniversario de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica. Son fechas importantes en la historia reciente de la Iglesia que durante todo este próximo año recordaremos con una invitación concreta a renovar la fe.

 

Por eso antes de comenzar ese “año de la fe” convocado por el papa sería interesante que tuviéramos presentes la llamada universal a la santidad de la que habla el Concilio Vaticano II. Muchas veces hemos creído que esto era exclusivo de los religiosos/as o los sacerdotes, de hecho hasta el Concilio Vaticano II así se creía, sin embargo la Iglesia nos recuerda que todos los que seguimos a Jesucristo estamos llamados a dar los frutos de la santidad. El mismo Señor llama por este camino a sus discípulos “sed santos como vuestro padre es santo” (Mt 5, 48). Teniendo en cuenta que estas palabras son pronunciadas en el sermón de la montaña no son exclusivas para el grupo de los doce, sino para todos los oyentes que estaban allí congregados en las montañas de Galilea. Por tanto, esta vocación a la santidad, es también para cada uno de los cristianos de hoy.

 

Muchas veces, parecemos contentarnos con mínimos, es decir, con el cumplir, pero ¿debe ser esta la condición del cristiano? Para aquellos que se llaman no practicantes (que en el fondo es como poco indiferentismo religioso) quizá podría ser, pero para el que realmente quiere seguir a Jesucristo no es suficiente. La vocación a la que estamos llamados es de máximos. Conformarnos con los mínimos sería entrar en la mediocridad, conduciéndonos esto a una pobreza de vida. El ser cristianos no es un traje que uno se pone o se quita en determinados momentos, sino que impregna toda la realidad del hombre y encauza el SER de la persona. Lógicamente aparecerán momentos en nuestra vida en la que no seamos capaces de “dar la talla”, ese es el momento clave, donde podemos comprobar que hemos puesto nuestra confianza en nosotros y no en el Señor. Es el momento de acudir a la misericordia divina a través del sacramento de la penitencia y volver a retomar el camino de la santidad.

 

A esto es a lo que nos llama profundamente este año de la fe que vamos a iniciar el próximo 11 de octubre. Pongámonos todos en marcha, porque de nuestra renovación interior y proyecto de conversión dependerá que la Iglesia, pueda ser evangelizadora y seguir convocando a los hombres al seguimiento de Cristo.

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Al inicio del nuevo curso

Estamos iniciando un nuevo curso pastoral. El comienzo es siempre un momento de ilusión y al mismo tiempo de renovación. Es revivir nuevamente la constante presencia del Señor que no abandona, que está con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”. (Mt 28, 20). Esta es una garantía ante toda actividad apostólica, sabernos acompañados por el Señor y dejar que sea él quien haga nuevas todas las cosas.

 

Para mí este nuevo curso es especial. Como ya sabéis por las noticias publicadas en la página web, he recibido un nuevo destino donde desarrollar el ministerio sacerdotal. A partir de ahora me podréis encontrar en la ciudad de Cartagena, más concretamente en la parroquia de santa Florentina. Aunque el lugar donde desarrollar la acción apostólica es distinto, sin embargo la misión sigue siendo la misma: anunciar a Jesucristo a los hombres y conducirlos por el camino de salvación. Esta es la alegría que quería compartir con vosotros al inicio de este nuevo curso pastoral.

 

Aunque los cambios siempre producen convulsión, ya que salimos de un lugar en el que más o menos habíamos depositado también, por qué no decirlo, nuestros afectos, para ir a otro, prácticamente desconocido, sin saber que nos vamos a encontrar, ni por donde podremos caminar. Sin embargo os puedo decir, que en estos momentos es donde más se experimenta la gracia de Dios. Es verdad aquello que nos anuncia san Pablo, “todo es gracia” (Rom 4, 16). Es el momento de abandonarte y ver como es él quien dirige tu camino por lugares quizá insospechados y con misiones que no parecían tener cabida en los planes personales. Aquí se ve como es él, Cristo, quien nos modela cada día, nos hace verdaderos hombres y, poniéndose él delante, nos vuelve a decir “que no tiemble vuestro corazón, creed en Dios y también en mí” (Jn 14, 1). Esta es una verdadera garantía. Quizá nuestros planes sean estupendos, pero no dejan de ser más que el fruto de nuestras propias limitaciones, medios, eso sí, que tenemos que poner al servicio de Dios y de los hombres, pero nunca fines en sí mismos. El único fin es Dios.

 

Junto con la tarea pastoral de la nueva parroquia cartagenera, también se me envía como capellán del hospital de santa Lucía, de esta misma ciudad. Esta sí que es, verdaderamente, una novedad en mi vida sacerdotal, porque aunque sí he tratado con enfermos y familias, sin embargo, nunca he estado en primera línea de batalla en esta realidad del dolor y del sufrimiento humano. Espero que sea esta también una nueva oportunidad para encontrarme con el Señor en aquellos más pequeños, en aquellos que sufren, donde Dios vuelve a hacerse presente. Sobre todo pido a Dios que pueda ser portador de esperanza en medio de las familias y enfermos del hospital.

 

Hay muchas veces que cuestionamos la obediencia, el por qué tengo yo que hacer esto o aquello, simplemente porque me lo diga un superior. Desde aquí quiero transmitirlos que cuando entras en ese camino, dejando que sea otro quien te dirija, en el nombre del Señor, experimentas alegría y libertad. Una alegría y libertad que no te puede dar nadie, sino solo fruto del amor de Dios.

 

Presentarme en vuestras oraciones ante Dios y ante nuestra madre del cielo, porque solo guiado por Dios podré llevar a término lo que él me confía. Esto es lo que nos dice el obispo inmediatamente después de haber realizado las promesas sacerdotales: “Dios que comenzó en ti la obra buena, el mismo la lleve a término”. Cuento con vuestras oraciones, para que sea él siempre el único Señor de mi vida. Gracias a todos.

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Venid a mí todos los que Estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré

"Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré" (Mt 11, 28), escuchamos de labios del mismo Jesús. Pero estas palabras no son ninguna novedad en el Evangelio, ya que podemos encontrar montones de referencias en el AT, donde los profetas e incluso la sabiduría de Israel nos invitan a esta misma acción: a volver hacia Dios. La única novedad que encontramos en estas palabras de Jesús es que va más allá que los profetas, puesto que este descanso que nos promete, lo hace en referencia a sí mismo, con lo cual nos revela su verdadera identidad: él es Dios.

 

Hoy más que nunca tienen plena actualidad estas palabras de Jesús. Los hombres, a lo largo de la historia se han cansado y han experimentado el agobio, pero quizá, nosotros hoy, lo experimentamos con unas características propias de nuestro tiempo.

 

Nos encontramos prácticamente a mitad de julio, tiempo por excelencia de vacaciones. Esto, nos suena inmediatamente a descanso, a romper el ritmo habitual , etc. De hecho muchos de nosotros podemos encontrarnos ya entrando en ese ritmo de descanso estival. Pero, ¿cómo buscamos descnasar? ¿Dónde ponemos el acento?

 

Hay gente con problemas para conciliar el sueño, debido fundamentalmente a una intensa actividad cerebral. Hay otros que, aún cuando duermen, sin embargo, se levantan con la sensación de cansancio. ¿Qué significa esto? Que aún cuando tu cuerpo ha entrado en el descanso, sin embargo tu cerebro no, con lo cual no hay verdadero descanso.

 

No es mi pretensión dar una lección de medicina o psicología porque, evidentemente, no soy experto en la materia. Simplemente pretendo apoyarme en este ejemplo para intentar comprender nuestra realidad.

 

En este tiempo de verano, resulta que, dedicamos demasiado tiempo a relajar el cuerpo, esto es, baño en la playa, paseo relajado, alguna que otra cervecita con su correspondiente aperitivo...; olvidándonos casi por completo de buscarle el descanso al alma, produciéndose entonces en nosotros esa misma sensación de cansancio que experimentamos algunas mañanas al levantarnos.

 

Sabemos, pues, como descansa el cuerpo, pero ¿y el alma, cómo lo hace? El amor del Señor es el verdadero descanso del alma. Escuchemos a san Juan de la Cruz cómo nos lo dice: "El que ama, ni cansa, ni se cansa". Ahí tenemos la invitación de Jesús a ir a él.

 

Esta misma invitación te hago yo. De parte del Señor te digo: si estás agobiado, si hay algo que realmente te preocupa, que no te deja descansar, que te está quitando la vida, si hay acontecimientos que no entiendes, si has perdido la esperanza, si tu vida está falta de sentido; VENID A ÉL QUE OS ALIVIARÁ Y OS HARÁ DESCANSAR.

 

Cuántas veces nos hemos puesto en manos de tanta gente que nos han prometido bienestar, sin embargo, después de un poco tiempo nos hemos visto de nuevo donde estábamos o peor, ¿por qué? Porque no tenían poder para tocar el alma, era supeficial, material, etec. Sin embargo, necesitamos descansar. Esto es lo que nos ofrece Jesús: descanso. ¿Cómo? Simplmente amándonos. Dios te ama con infinita misericordia. No te ama más unos momentos que otros, sino que lo hace incondicionalmente. Dios no te pone ninguna condición, Cristo se entregó por tí siendo un pecador. ¿Quién más haría esto? Es la pregunta que se hace san Pablo, ya que por un hombre de bien alguien más sería capaz, pero ¿por un sinvergüenza? Pues Dios nos ha amado incluso donde tu no eres capaz de amar, este es el amor a los enemigos del que habla en el Sermón de la montaña.

 

Tú constantemente haces que el alma se canse porque te ves obligado muchas veces a aparentar para ser querido por los demás, fingues querer al otro cuando realmente no lo soportas. No te das cuenta, pero estás sometiendo tu alma al engaño y la mentira, provocando un terrible sufrimiento y cansancio que se manifiesta a través de enfermedades de la psique (depresiones, ansiedad, extres...) con su evidente repercusión en lo físico.

 

Por eso, llegar a descubir ese amor del Señor sin condicines y ofrecido incansablemente supone un verdadero descanso, porque me comprende (ha pasado por donde yo) y se acerca para llenar nuestra vida de esperanza, provocando, entonces, la alegría y el descanso. Esta es la raiz del cansancio: el no sentirnos comprendidos, amados... sin embargo, Cristo nos ama siempre. Siempre está a nuestro lado.

 

Te invito, a que en este tiempo de verano busques el verdadero descanso junto al  Señor. Propicies momentos de encuentro con el Señor, en el silencio, en la oración, en la visita al Santísimo, en la Eucaristía... Muchos dicen que no tienen tiempo para rezar, ir a misa, etc. ¿Y en este tiempo que has roto con el ritmo normal tampoco lo tienes? ¿Lo buscas? Hay cristianos de invierno y que, de hecho, viven como suele caracterizarse el invierno, con la triteza, porque el verano no es para ir a misa, para rezar, etec. Luego, todavía se preguntan los por qués de una vida anodina, que no tiene otra explicación que el egosimo, que nos marga y agota, pues solamente haces lo que te apetece. Por el contrario, el amor nos decansa y libera nuestro corazón.

 

Para encontrar este descanso es necesario ir donde Cristo. Este primer encuentro liberalizador se produce en el Sacramento de la Penitencia, donde vemos como Dios no nos trata como merecen nuestros pecados, sino con misericordia y amor.

 

Con Cristo exprimentamos el descanso en medio de la fatiga, la libertad en la cautividad, la fuerza necesaria para la vida diaria.

 

                             "El Señor es mi pastor, nada me falta:

                              en verdes praderas me hace recostar;

                              me conduce hacia fuentes tranquilas

                              y repera mis fuerzas;

                              (...)

                              Aunque camine por cañadas oscuras,

                              nada temo, porque tu vas conmigo:

                              tu vara y tu cayado me sosiegan.

                              Preparas una mesa ante mí,

                              enfrente de mis enemigos;

                              me unges la cabeza con perfume,

                              y mi copa reposa"

                                                                                  (Salmo 22)

 

Lo que para tí es imposible, es posible para Dios. Dale tu tiempo, dale una oportunidad.

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La Iglesia sobrevivirá

En estos días, navegando por internet, me he encontrado con un testimonio impresionante de un obispo de Estados Unidos, Daniel Jenky, obispo de Peoria del Estado de Iliinois. Estamos necesitados de testimonios semejantes que nos ayuden a seguir lanzando las redes en el nombre del Señor, a pesar de las tempestades. La verdad nos hace libres. ¡Vivamos de Verdad y en la Verdad!

 

http://www.religionenlibertad.com/videos_portada.asp?v=11079

 

P.D.: Espero que pinchando aparezca el sonido y el video subtitulado, sino copiar y pegar en la dirección y os saldra. Esto son las cosas de los novatos, jejeje.

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La vocación sacerdotal

El pasado miércoles 27 de junio celebraba mi 8º aniversario de ordenación sacerdotal y he creído oportuno, aprovechando esta efeméride, hacer un poco de reflexión acerca de esta vocación dentro de la Iglesia. No pretendo hacerlo desde un punto de vista intelectual, sino que quiero poner mi corazón, mi vida en estas pequeñas letras, por si pudieran ayudar a alguien a discernir el camino por el que el Señor quiere que oriente su vida.

 

Hace como un año, aproximadamente, el obispo de la diócesis de Cartagena, a la que pertenezco, convocó a los sacerdotes jóvenes de la diócesis a un tiempo de encuentro, de oración, de compartir experiencias y demás. Después de haber hecho un rato de oración, cada uno podía expresarse libremente acerca de las preocupaciones, esperanzas y demás que estaba viviendo en el ministerio. Varios de mis hermanos sacerdotes parecían verse, digamos, un tanto preocupados por lo que esperaban del sacerdocio y que realmente, no siempre era conforme a sus expectativas. Esto a mí, la verdad, me cuestionó bastante, ya que surgían problemas como la soledad, el hastío y demás. Yo sin embargo, no me sentía como algunos de los que tomaban la palabra. Esto me hacía cuestionarme todavía más. Entonces fue cuando descubrí el engaño. La pregunta que se estaba formulando era errónea, ya que no es qué le pido yo a mi sacerdocio, sino más bien, qué me pide Dios para el don que me ha regalado.

 

Ésta es la clave de cualquier vocación y, evidentemente, también de la vocación al ministerio ordenado: ¿qué quiere Dios de mí, de mi vida?

 

A eso de los 10 años, yo experimenté cómo realmente el Señor me llamaba, cómo me cuidaba y quería guiarme. Con 13 años entré en el seminario menor de mi diócesis. Por tanto, mi experiencia es la de haber estado siempre con el Señor, más bien, que he descubierto que él ha estado siempre conmigo, porque no siempre he sabido responder a lo que el Señor me llamaba en cada ocasión.

 

Recuerdo una vez, que estando ya en el Seminario Mayor, fui a ver al obispo, (D. Manuel Ureña, entonces) para decirle que me iba del Seminario. Él con una fuerza tremenda me dijo:"Que sepas, hijo, que si te vas y el Señor quiere que seas sacerdote, serás un desgraciado siempre". Ahora agradezco, de verdad, aquellas palabras que me hicieron quedarme y seguir avanzando en la vocación a la que el Señor me llamaba.

 

No es fácil recorrer este camino, porque en el fondo consiste en vaciarte de ti mismo, para que el único que ocupe tu vida sea Cristo, esto es, aquello que decía san Pablo, "No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí". Por esto, me costaba decirle sí al Señor, porque, sobre todo me miraba a mi, mis fuerzas, y veía mi incapacidad. Podríamos decir, que durante todo el seminario iba diciendo "sí, pero no". Pero como el tiempo transcurre, en el verano de 2003 tenía que pronunciar un sí definitivo al Señor, un sí que ya no fuera no; o por el contrario retirarme en esta carrera. En este tiempo duro de discernimiento, el 3 de mayo de 2003 participaba, en Cuatro Vientos, de aquella inolvidable vigilia de jóvenes presidida por el Beato Juan Pablo II. En su homilía pronunció unas palabras que me hicieron salir del miedo; palabras que todavía conservo en la memoria como si estuviera viviendo el mismo acontecimiento: "Al volver la mirada atrás y recordar estos años de mi vida -lo decía refiriéndose a su ministerio sacerdotal- os puedo asegurar que vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y los hermanos!". Parecía como sí el papa me estuviese hablando a mí personalmente y, aquella duda se convirtió en Certeza: Merece la pena, decía el papa, yo quiero consagrarme también. Así, el 5 de julio de ese 2003 fui ordenado diácono y un año más tarde, el 27 de junio, ordenado sacerdote, por el mismo obispo que anteriormente me había advertido.

 

Después de estos 8 años de ministerio sacerdotal, os puedo asegurar que merece la pena llevar a Cristo a los hombres y los hombres a Cristo. Cuando has puesto a alguien en la rampa de salida hacia Cristo y se produce ese encuentro, te das cuenta de que realmente Dios no defrauda y colma con creces las expectativas. No le pido nada a mi sacerdocio, sólo le pido a Dios que me conceda cada día el don de su Espíritu Santo para ser un instrumento en sus manos. 

 

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Santo Tomás Moro y san Juan Fisher, testigos valientes de Cristo

No quisiera pasar por alto, cuando apenas entramos en el verano, dos testigos de la fe que la Iglesia celebra precisamente en este día 22 de junio,dos santos mártires ingleses: Santo Tomás Moro y San Juan Fisher. Político el primero, obispo el segundo, pero que ambos compartieron una causa común, entregaron la vida por la fe que profesaban, cuando los dictados del gobernador se oponían directamente con sus creencias.

                Nos encontramos en el siglo XVI, cuando el rey de Inglaterra, Enrique VIII, desea repudiar a su mujer y que el papa Clemente VIII anule su matrimonio con Catalina de Aragón, pretensiones, que por más que fuera persuadido, el papa no aceptó. Esto supuso que Enrique VIII se erigiera en el cabeza de la Iglesia de Inglaterra, proyecto este que fue avalado por el parlamento y al que la mayoría de los obispos accedieron también. Claramente esto suponía una ruptura en la unidad de la Iglesia. Un sufrimiento mayor para toda la Iglesia, teniendo en cuenta que pocos años antes había tenido también lugar en Alemania la ruptura de la reforma protestante encabezada por Lutero.

                En medio de esta situación surgen dos voces discordantes la de Tomás Moro, Canciller de Inglaterra y Juan Fisher, obispo de Rochester. El primero se negará a acatar y llevar adelante el mandato real apelando a su conciencia con estas palabras “Tenéis que comprender que en todos los asuntos que tocan a la conciencia, todo súbdito bueno y fiel está obligado a estimar más su conciencia y su alma que cualquier otra cosa en el mundo. Y si yo fuere el único en mi bando, y todo el Parlamento se colocara en el otro, me sería muy doloroso, pero seguiría mis propias ideas contra las de tan elevado número”. El segundo, Juan Fisher, se negará a firmar la fórmula presentada por el rey para convertirse en cabeza de la Iglesia de Inglaterra, respondiendo que esta era herética y cismática, puesto que negaba la primacía del Papa sobre la Iglesia.

                En un gobierno totalitario, como el de Enrique VIII, ambos fueron conducidos al calabozo para ser ejecutados.

                Si traigo a la memoria a estos dos grandes santos de la Iglesia, es porque siguen siendo plenamente actuales en la sociedad en la que vivimos. Hoy, en nuestra sociedad española y europea, vemos también como impera el totalitarismo, en tanto que se quiere dar supremacía a las leyes de los estados, o a los criterios de la mayoría, por encima de la conciencia individual. Esto es lo que el beato Juan Pablo II, denominaba con el nombre de “dictadura del relativismo”. Que daño hace esto en nuestra sociedad, cuando la verdad es determinada por el consenso de las mayorías y es cambiante según el devenir de los tiempos.

                Hoy nosotros estamos llamados a ser testigos de Cristo. Ser testigo de Cristo hoy supone la valentía, ir contracorriente a los dictados de la sociedad, vivir en una minoría, muchas veces condenada al ostracismo y a la clandestinidad, pero “de que nos valdría ganar el mundo si perdemos el alma” (Mc 8, 36).

                Nos alientan a esta tarea del testimonio estos dos grandes santos. Fred Zinnemann llevó al cine la historia de Santo Tomás Moro en la película titulada “Un hombre para la eternidad”, que en su tiempo fue galardonada con 6 oscar, pero claro... ¡eran otros tiempos!. Hoy esto sería impensable, fruto de ese arrinconamiento del fenómeno religioso a la esfera de lo privado, sin que tenga influencia alguna en lo público, ni en la forma de organizar nuestra sociedad. ¿A quién sirves? ¿A Dios o al dinero? Tomás moro sirvió al REY, en detrimento del rey. “¡No tengáis miedo –nos dirá Jesús- yo he vencido al mundo!” (Jn 16, 33) Con él también nosotros venceremos. ¡Ánimo y no os desalentéis en el seguimiento de Cristo!

                Concluyo con un texto de Santo Tomás Moro que dirige a su sobrino en su obra Diálogo de la fortaleza contra la tribulación: “Sobrino: si al sobrellevar la pérdida de bienes materiales, al sufrir cautiverio, esclavitud y encarcelamiento, y al aguantar alegremente el oprobio público, considerásemos profundamente el ejemplo de nuestro Salvador, éste sería, de por sí solo, suficiente para animar a todo generoso cristiano, hombre o mujer, a no rechazar ninguna de esas calamidades por su causa”.

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El perdón ofrecido hasta el extremo

 

             Hace pocos días celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. La liturgia centraba la mirada en la contemplación misma del misterio de Dios. Se nos invitaba a mirar directamente al sol y dejarnos irradiar por su calor.

            ¿Qué es, por tanto, Dios? Un misterio insondable de amor, de tal manera, que solo podemos descubrir el misterio dejándonos amar. No hay otro camino para acercarse a este misterio, nada valen los razonamientos o especulaciones, solo vale dejarse amar.

            Dios no es, pues, una idea fruto del consenso de alguien, Dios es real, es vida continua, es amor entregado. Sabemos que es real porque vemos todos los días su acción en gente tan diversa que ve transformada su vida tan pronto se han dejado amar.

            Pare, entonces, sencillo alcanzar ese encuentro transformador, tú no tienes que hacer nada, solo dejarte amar y, a partir de ahí, iniciarse en un nuevo camino de amor.

            Pero esto, que parece sencillo y al alcance de todos, no es tarea tan liviana como pudiera pensarse, porque ahí es donde encontramos la verdadera dificultad, ya que no siempre podemos dejarnos amar. ¿Cuáles son las razones de esto? Veámoslas.

  1. Confundir el amor con el sentimiento
  2. Buscar únicamente lo placentero
  3. Experimentar que nadie te puede amar

¿Cómo Dios me va a querer a mí así? Nos podemos preguntar. Detrás de esta pregunta vuelve a estar el demonio, que se manifiesta como soberbia, de tal modo, que terminas relacionándote, en el mejor de los casos, con Dios también desde la apariencia como lo haces con el resto de la gente. Esto te lleva a abandonar el sacramento de la penitencia aunque sigas frecuentando la Eucaristía. ¡Si tuviéramos la experiencia de san Pablo! Él se ha dado cuenta que Dios lo ha amado siendo un criminal. “Cristo murió por los impíos –en verdad, apenas habrá quien muera por un hombre justo, por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir- mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, murió por nosotros” (Rom 5, 6-8).

            Por eso el domingo siguiente de haber celebrado la solemnidad de la Santísima Trinidad, la liturgia de la Iglesia nos presentaba la fiesta del Corpus Christi. La Eucaristía como memorial de la entrega de Cristo por amor: “por vosotros” (Lc 22, 20), los que os habéis dejado amar, y “por muchos” (Mc 14, 24; Mt 26, 29), sin exclusión, hasta del más grande de los pecadores. Por tanto, Dios nos muestra la grandeza de su amor que entrega a su hijo para “rescatar a los que se hallaban bajo la ley” (Gal 4, 5), es decir, esclavos de nuestros pecados.

            Ahora la liturgia nos presenta el Sagrado Corazón de Jesús, y lo hace en Viernes, día de la muerte de Cristo, día de la misericordia, para que tu corazón hable con el suyo, para que nuevamente te dejes amar.

            “Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1, 52), canta María en el Magnificat. ¡Cuántas dosis de humildad necesitamos para dejarnos amar! Sólo así podemos amar. De esta manera no buscarás tu propio interés, habrás descubierto realmente el amor de Dios, buscando agradarle a él independientemente de que te agrade a ti. Por eso la primera petición que nunca debiera faltar en nuestra oración es “dame Señor un corazón humilde”, sólo desde aquí podrás recibir la irradiación del amor de Dios, Pero no vayas a pensar que llega entonces el momento de la quietud, sino que la contemplación del misterio nos impulsar a la misión (¡qué bien lo sabía la Beata Teresa de Calcuta!). Ahora es cuando nace una vida nueva, una vida que se dirige exclusivamente a Dios en un verdadero proceso de conversión, poniendo tus pecados en el amor de Dios y viéndolos transformados en innumerables gracias.

            Este nuevo itinerario de vida, nacido del amor de Dios, lleva a reflejar en nuestra vida su amor, es decir, conduce a la santidad, por eso, como alforja para este camino aparece en nuestro auxilio el sacramento de la penitencia como una necesidad. A esto es a lo que invita especialmente el Corazón de Jesús, a confesar nuestros pecados sin temor, porque Él nos ama profundamente. Cuando el miedo o la vergüenza se apoderan de ti y te resistes a acudir a este sacramento es la señal inequívoca que estás siendo dominado por Satanás. Grita fuerte, entonces, como san Ignacio de Loyola:“¡apártate de mí, Satanás, no encontrarás nada en mí que te pertenezca!” Acude raudo a confesar tus pecados y recibir de nuevo el abrazo misericordioso del Padre, que no te juzga sino que te ama.

            Nuestra vida cristiana no debe conformarse con el ser buenos, sino con el ser santos, que es para lo que Dios nos ha llamado y, para esto, necesitamos recibir el perdón de los pecados, porque sin él, dejamos de luchar en nuestra vida para que sea Dios quien resplandezca en ella.

            Jesús ama de tal manera que muere perdonando a quienes lo matan, a nosotros también, que volvemos a matarlo con nuestros pecados.

¡No te apartes del amor de Dios! ¡Déjate amar! Rompe las cadenas que te atan e impiden que te pongas delante del amor de Dios. “Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros? ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?, ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor Nuestro” (Rom 8, 31b-35. 37-39).

         

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Más de 100 no son demasiadas

D. Antonio, es párroco de S. José en Águilas, municipio de más de 20.000 habitantes. Desde hace dos años Juventud Misionera se pone a sus órdenes durante la Semana Santa, y le ayudamos en su labor pastoral misionando las calles, participando en procesiones y celebrando la Vigilia Pascual. Este año ha tenido a su cargo más de 100 jóvenes de entre 15 y 22 años. Todo funciona perfecto bajo su mando y las misioneras vuelven felices.

 

En breve escribirá en este su Blog... Bienvenido.

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